miércoles, 10 de septiembre de 2008

Como tantos otros.

Lunes 08 de septiembre, tarde de sol. Llegaba a su casa levantada al pie de un sauce llorón que en verano da una frondosa sombra al umbral de la puerta que da al occidente, el anciano, sorteando por un caminito las dificultades de sus lentos pasos, aferrado a dos bastones, sus hombros hincados y cabeza gacha, fijando su vista en la morada. Venía de comprar su postre militar (queso y dulce) para el mediodía y de reclamar que le trajeran la leña que pago hace una semana y no llega por falta de movilidad del comercio.

Cornelio Neihual con sus 75 años, antiguo poblador que exhibe las plaquetas que acreditan tal condición, narraba historias de campo con la nostalgia en sus ojos, leguas alambradas por sus manos callosas, pilcheros, estancias, fogones detrás del monte y un sinfín de anécdotas gestadas en el límite territorial de Argentina y Chile entre gendarmes y carabineros.



“Estoy sin leña hace cuatro días y se me está por terminar el gas de esta garrafa” enérgicamente comenta señalando un envase amarillo de 10 kilogramos. Sobre él ilustra un cabezal que enciende una llamarada naranja. El monóxido de carbono era representante del último fluido a quemar.

Una vecina, que la noche anterior le había cocinado un asado que churrasqueo por la mañana antes de rastrillar el patio en el que ve plantados algunos almácigos de lechuga, ingresaba como otras tantas veces –“pensé que le había pasado algo”- explica preocupada doña Norma, “mande a una de mis hijas esta mañana y me contó que la llave estaba puesta del lado de adentro, golpeó y no atendía así que salí del trabajo y vine a ver que pasaba”. Contesta el anciano que su ausencia se debía a su salida de compras caminando.

Desde la municipalidad le llevaban cortada la leña en un canasto, como no le alcanzaba para los 15 días previstos en la entrega, con el magro importe de su Jubilación de 604 pesos compró, como cada mes, la garrafa y un metro cúbico de leña para poder cocinar, lavar la ropa y paliar el frío de los últimos días de invierno. Cuando nevó cayó una rama grande en la puerta. Cuenta que como pudo, salió a cortar unos palos que tenía en un viejo colectivo utilizado como galpón hasta que pudieron sacarle el pesado obstáculo de la puerta. Se hacía dificultoso salir, cuenta. Por la noche, a veces son insoportables las bajas temperaturas y debe encender el mechero a gas cerca de su cama. Se levanta a las 6 de la mañana porque a veces no puede dormir. Ingiere una munición de pastillas que controlan su presión y calman los dolores de los huesos.


Su invalidez hace que sus movimientos sean ayudados por dos bastones improvisados con ramas de algún sauce. Igualmente se las arregla para cortar la leña trozada que compra a un proveedor local. Los condicionamientos propios de su discapacidad motora lo llenan de dolor. Muchas veces depende de la buena voluntad de los vecinos para pedir un taxi. Los 5 pesos por viaje para ir al municipio a pedir un vale que le permita sobrevivir le duele en el bolsillo y en el orgullo, ya es difícil para un trabajador “pedir” y aún más cuando su necesidad recibe el peso de la humillación del poder. Contaba indignado: - “Tengo que pedir audiencia para hablar con el Sr. Fri, esperar horas a que me atiendan, ese trabajo nunca lo tuve que hacer” reclama.

Salgamos al patio, si me quedo mucho rato sentado me acalambro – dice- cuando empieza con sus lentos movimientos para incorporarse de una silla al lado de su cocina a leña, que parece tan fría como la sombra de la cocina. No sabe qué duele más, si la osamenta o la soledad, si la soledad o el abandono, si el abandono o la humillación… O tal vez todo por igual.


Dos días después, no había más la leña ni gas y la angustia crece como la necesidad. Cuatro varillas de quebracho y las patas de una vieja silla lo ayudan en una mañana blanca, donde la escarchilla y el granizo adornan el paisaje. La petisa salamandra es la salvación para el mate tempranero y el cafecito que le ayuda a templar los huesos antes de salir en busca del vasco, antiguo y gaucho como pocos, que le acercará la leña. Haceme el favor pibe- avisale a Mazquiarán que me quedé sin gas, él siempre me da una mano en esto- mientras el agradecimiento y la resignación se mezclan con sus palabras. La injusticia era testificada por sus lágrimas rodando por los surcos que el viento y los años tallaron en su rostro ante el panorama desolador que lo rodeaba, ante la impotencia que da una mente lúcida, un cuerpo atravesado por los años y el abandono de quienes le deben nada más y nada menos que su sacrificio para que el pueblo crezca. El frío que retuvieron sus huesos tullidos por esas largas horas de su juventud en la dura faena de peón rural, como dice él mismo “cuidando ganado ajeno”, evidencian fielmente su lisiadura.

Mientras le dejo lista la leña que él intentaba cortar apoyándose en el hacha mi mente también se resigna: si hay restricciones para los ancianos que viven en el Club de Abuelos, que pueden esperar aquellos que viven en la indigencia fuera de él.
Quedaron taladrando mi cerebro los mensajes de las placas, orgullosamente exhibidas en su pared: “La comunidad de Río Mayo le reconoce su trabajo y esfuerzo por nuestro pueblo” y “No olvidemos a nuestros mayores quienes silenciosamente en el tiempo han sido parte de nuestra historia”.
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